1.
“Los años del boom de la arquitectura icónica han pasado. Quisiera creer que esta crisis también ha alcanzado a la ambición que la originó. Veo la crisis como oportunidad para evolucionar hacia una sociedad más libre, en la que se incremente el grado de conciencia social y el mercado ya no dicte las reglas del juego. Por supuesto habrá menos íconos gratuitos. De todas formas, no deberíamos rechazar determinados edificios significativos. Construir edificios bellos es bueno. Nos hemos vuelto algo locos, sí; hemos pecado de excesivos en algunos casos; de acuerdo. Pero me niego a esconder la belleza..” (Richard Rogers, entrevistado por Fredy Massad, 2009).
La insinuación de que los arquitectos han sido inocentes víctimas que no han tenido más alternativa que rendirse a los delirantes caprichos de una sociedad que, primero, los usó como “pasteleros célebres […] a los que se les ha pedido que creasen impresionantes pasteles de boda” en forma de singularísimos y deslumbrantes edificios y que ahora les culpa de haber actuado como “señores de la fiesta”, incapaces de brindar nada que aporte verdaderamente algo a la organización real de la vida individual y colectiva de nuestra sociedad; así como la aparente llamada a dejar atrás el star-system que es, supuestamente, el concepto que subyace a la exposición comisariada por David Chipperfield (y en la que, paradójicamente, un importante número de miembros de dicho star-system son destacados invitados) que han podido ser escuchadas recientemente en la apertura de la 13ª Bienal de Venecia confirman que el legado más serio de la era de la arquitectura icónica ha sido un absoluto vacío de ética y responsabilidad que ahora, tercamente, se niega a sí mismo envuelto en la más insultante hipocresía.
Proclaman que, a partir de mañana, todo será diferente y esperan que se les crea. ¿No cabe sino considerar esta postura de negación y escapada hacia adelante como la definitiva y más irrefutable prueba de la total estupidez que rige la arquitectura actual?
Ahora (cuando las circunstancias no dejan otra salida) es el momento de abjurar de aquellos edificios y aquella admirada concepción triunfal y omnipotente de la arquitectura y el arquitecto. Ahora es el momento de convertir a ambos en la cabeza de turco que permita seguir ocultando un problema que, tal y como esta actual reacción de lo más alto de la jerarquía arquitectónica pone de manifiesto, es mucho más complejo. Las palabras de Richard Rogers arriba citadas pueden interpretarse como anticipo de esta posición que se ha manifestado descaradamente en esta Bienal que ha optado por desviar responsabilidades.
Sin embargo, hay algo muy interesante en toda esta situación puesto que, entre líneas, van surgiendo a la superficie las verdades. En primer lugar, ha hecho patente la nula disposición a la autocrítica o al arrepentimiento de los responsables de los edificios-icónicos: la singularidad de un edificio puede equivaler a belleza, por eso los edificios singulares son necesarios; así pues, siguen siendo indispensables los arquitectos capaces de construir esos edificios (en otras palabras: el star-system o, digamos, una élite creativa entre los arquitectos es necesaria y esa estructura debería conservarse). Y en segundo lugar, y quizá más crucialmente, Rogers señalaba a la raíz fundamental subyacente en el deseo y razón de ser de cada edificio icónico: la codicia, la ambición. Pecado capital que, como Rogers recalcaba, no sólo había infectado a la arquitectur,a sino que también había dañado los fundamentos políticos de la sociedad contemporánea.
Hay un factor ético –moral incluso− a la hora de plantear argumentos críticos contra la arquitectura icónica. Un factor que, de ninguna manera, debe ser entendido como un abrigo facilista con el que criticar a ésta puesto que son injustificables los bien documentados despilfarros de dinero público invertido en la construcción de estos edificios (en el caso de España, hoy muchos de ellos están completamente en desuso, manifiestan vergonzosos defectos constructivos y las estructuras de aquellos que quedaron sin finalizar se pudren –como una literal metáfora− al sol; sin olvidar en cuántos casos estas construcciones han estado vinculadas a casos de corrupción política), las inhumanas condiciones laborales impuestas a los obreros en numerosos países o la exterminación radical de áreas urbanas habitadas. El análisis sobre el ascenso y eclosión de la arquitectura icónica está indisolublemente ligado al desarrollo y consolidación de las doctrinas neoliberales a escala global; pero debe también ser entendido como el punto más alto del proceso de colapso que la arquitectura ha estado atravesando, en una búsqueda de identidad y trascendencia relativa tanto a su concepción disciplinar como a su proyección intelectual y creativa hacia la sociedad. Este proceso de búsqueda no sólo se adscribe a las décadas más recientes sino que puede detectarse en temas que ya concernían al arquitecto y a la arquitectura del periodo moderno.
Kazyr Varnelis plantea una muy precisa síntesis para examinar cómo la arquitectura se apartó progresivamente del rol opositor de la vanguardia para trasladar la posibilidad de un nuevo sentido de colectividad a las dinámicas de la democracia capitalista. Paralelamente, una actividad crítica que se comprendía a sí misma vinculada a la tradición artística de las vanguardias como transmisora de ideas políticas emergió entre los círculos vanguardistas y las escuelas de arquitectura. Su naturaleza esencialmente endogámica les revistió de un aura de marginalidad que servía para legitimar la autenticidad de su discurso. Este periodo de criticalismo neo-vanguardista habría abarcado las décadas de los 70 y los 90 y sirvió como “conciencia para la profesión otorgándole un imperativo ético o, por lo menos, una coartada”, aunque este “proyecto de resistencia” no pudo mantenerse enteramente inmune a las tentaciones del capital (“el trabajo más difícil y aparentemente más inútil podía convertirse en dinero mediante becas y profesorados, exposiciones y encargos bien financiados”).
En nuestra opinión, el impacto derivado de la eclosión de la tecnología digital a mediados de los 90, con su obvia determinación a hiperbolizar el hermetismo del discurso teórico, constituye un momento clave en el comienzo del fracaso de un proyecto sólido y responsable de coherencia ideológica para la arquitectura contemporánea. Las consecuencias fueron una completa pérdida de las perspectivas sociales que debieran ser un compromiso ineludible para la arquitectura; y la a-crítica e incondicional aceptación de las dinámicas y evolución del capitalismo tardío (periodo en el que “el capital colonizó intensamente todas las áreas que anteriormente no habían incurrido en la mercantilización y la capitalización. En la ausencia de cualquier área externa o límite para el capital, no puede existir ninguna posición segura desde la que emitir una crítica, de lo que deriva una disminución de la distancia crítica”).
El proyecto de una revolución digital quedó extinto tal vez por la incapacidad de sus arquitectos para hallar un equilibrio entre potencial virtual y las demandas y posibilidades de hecho existentes en la realidad; pero dio pie a la proliferación de simulaciones de una arquitectura que nutría el deseo de un radicalismo formal espectacular y una complejísima conceptualidad que –así debía creerse− albergaba las perspectivas para un poderoso nuevo tiempo presente.
2.
“Algunos de los proyectos en los que estoy trabajando ahora mismo son para clientes que vienen y me dicen: ‘Queremos un Eisenman. Háganos uno’.”(Peter Eisenman, entrevistado por Fredy Massad, 2009).
La arquitectura icónica construida a lo largo de los últimos quince años son esas estructuras “visionarias” cuya “audacia arquitectónica” ha estado necesariamente ligada a las expectativas de un cliente política y/o económicamente poderoso. Bajo tal alianza, arquitecto y cliente se legitimarían mutuamente para articular un discurso vacuo y engañoso (incesantemente difundido por los medios) cuyo aparente objetivo era justificar esa nueva estructura en base a términos de valor social y progreso político.
Voluntariamente integrada en los parámetros neoliberales, la obra arquitectónica devino uno de los ejemplos paradigmáticos de su hipertrofia materialista. Su sobrevaloración se justificaba en base a la conjunción del peso del aura de su autor y su espectacularidad formal.
De manera muy apropiada, y con un significado equivalente con el que interpretar término “icónico”, Daniel Mielgo Bregazzi emplea el concepto “fetichismo”, que aplica no sólo al objeto (edificio) sino también a la relación entre el arquitecto y su trabajo, a su proceso de diseño, a su justificación, a su recepción y presentación pública. El concepto “fetichismo” ayuda a enfatizar la dimensión alcanzada por la arquitectura disuelta en la ideología del neoliberalismo y convertida, en virtud de ésta, en un nuevo bien de consumo para las élites; envuelta en una falsa aura de prestigio, sofisticación y vanguardia, que insiste en explicar el edificio fetiche como expresión de progreso dentro de la construcción de una nueva civilización local y global.
Resistirse a semejante tentación de alcanzar fama y poder fue demasiado difícil para muchos arquitectos cuyo prestigio intelectual y creativo y posición como referentes había sido incuestionable durante mucho tiempo. El compromiso más o menos honesto con el desarrollo de una reflexión seria y crítica dentro de la disciplina trocó paulatinamente en la patética mercantilización de un presunto discurso elevado, cuya astuta ambigüedad ha permitido adaptarlo (fingiendo su total rigor y coherencia) a cualesquiera que fuesen los específicos intereses del cliente de turno; legitimando hasta la sublimación intelectual, la integridad ideológica, esos argumentos y, consecuentemente, persuadir a la sociedad sobre la innegable necesidad de erigir este u otro proyecto faraónico firmado por tal o cual arquitecto-estrella. Esto generó un vicioso círculo de retroalimentación: en el punto álgido de la hegemonía de la arquitectura icónica era preciso cuestionarse hasta qué punto el ascenso del arquitecto también como figura icónica propiamente dicha dentro de los esquemas de la cultura de la celebridad en el hipercapitalismo siguió engordando la creciente demanda de “arquitectura icónica”.
La megalomanía colisiona con el rápido ritmo de tendencias y modas relámpago en una sociedad que estaba asumiendo que todo era descartable. La Ciudad de la Cultura de Peter Eisenman constituye uno de los más claros ejemplos de cómo el ícono sacralizado podía convertirse rápidamente en arquitectura-basura. Un colosal complejo arquitectónico creado para ser síntesis de legado político y la culminación de unas obsesiones arquitectónicas: la convergencia de los aspectos más rancios de las políticas conservadoras y la supuesta vanguardia formal propuesta por Eisenman resultó en un edificio controvertido, un objeto masivo concebido para ser un ícono, ya obsoleto y problemático incluso antes de su finalización.
Rem Koolhaas es casi sin duda la figura que ha legitimado con mayor fuerza la desvergonzada alianza del post-criticalismo con el capital. Ya había contrapuesto la gravitas intelectual europea a la audacia de los arquitectos norteamericanos antes de la revolución del efecto Guggenheim, y ha sido el principal ideólogo de la vinculación de la arquitectura y el flujo del capital a escala global y del sentido de la arquitectura basura: desde Europa a China, pasando por los Emiratos Árabes; desde proyectos diseñados para empresas privadas a espectaculares, pasando por viviendas sociales y proyectos con fines humanitarios
Junto a él, Norman Foster, Jean Nouvel, Zaha Haid, Herzog & de Meuron, Frank Gehry…(no por casualidad, todos ellos laureados con el Pritzker; la aparente condición sine qua non para ser encumbrado o confirmado como auténtica estrella) han sido algunos de los más visibles responsables de este deplorable show de superficialidad y codicia que han abocado a este terrible cul-de-sac. El poder que les ha otorgado su posición dentro de la cultura de la celebridad (ahora transformada en variación de referente intelectual o modelo) ha inducido a muchos de sus pares generacionales y ha cautivado a muchos más jóvenes para aceptar e imponer como principales dogmas para el arquitecto ese camino de ostentación y especulación formal, así como la obligación de alcanzar ese estatus; y escoger ignorar cómo esos proyectos estaban simbolizando y reforzando cada vez más intensamente los aspectos más deplorables de la cultura contemporánea. (Valga remarcar cómo Koolhaas, tras haber afirmado que el acudir a construir a los Emiratos Árabes suponía reconocer la oportunidad de traspasar los límites que la modernidad no osó, intenta ahora saltar del vagón de la vacuidad de lo icónico argumentando que el trabajo de OMA constituye la prolongación natural de las investigaciones experimentales desarrolladas por los metabolistas en las décadas de los 50 y 60).
Y frente a esto se encuentra la también altamente cuestionable posición de la crítica de arquitectura, cuyas más prominentes voces no han hecho sino alinearse con esta entente de arquitectos de poder y sus intereses, esencialmente desde su puesto en los medios pero también desde sus posiciones como miembros de jurados, comisarios de exposiciones… De ninguna manera debe pasarse por alto la responsabilidad y codicia de muchos críticos y voces con autoridad al examinar la presente situación de grave crisis en el pensamiento arquitectónico.
3.
Es fundamental entender cómo este tiempo que ha nutrido la obsesión y necesidad de íconos y divinizaciones debe ser leído bajo la superficie de los edificios estrella, ahora que vemos a sus responsables lamentar el deceso de este periodo mientras juran y aseguran que ellos nunca tuvieron nada que ver. Esta necesidad de auto-exoneración devino esencial en el momento en que la recesión comenzó a golpear y las críticas negativas contra los excesos arquitectónicos empezó a convertirse en un tema atractivo para el consumo mediático y que venía emitido, irónicamente, por muchas de las voces que más habían patrocinado y aupado a este sistema. Revirtiendo desvergonzadamente sus discursos sin rectificaciones de por medio aparentan ahora desear un cambio de dirección; una actitud que está, de hecho, encubriendo el advenimiento de un nuevo y más fuerte conservadurismo que trata de bloquear el acceso de figuras que puedan renovar genuinamente el pensamiento en la arquitectura.